Mis piernas están entrecruzadas lo largo de los asientos en una de las últimas filas traseras de una compañía turca que hace el trayecto desde Thessaloniki a Istambul. Solo varios horarios al día, 9am y 21 pm. Duración 10 largas horas.
El viaje es nocturno y no hay problema en quitar un par de alforjas de las parillas y encajonar la bici en uno de sus espacios bajeros guarda equipajes.
El conductor es un hombre entrado en carnes, con una barriga prominente y un jersey rojo ceñido de pico con camisa blanca que transmite seguridad al conducir.
El que lo secunda y acompaña es más mayor e infinitamente más delgado y nervioso. Este último se mueve a trompicones repartiendo agua y galletas por momentos en el trayecto.
Ya en la frontera, son dos las veces que nos hacen bajarnos del autobús. Soy el único extranjero y en el lado turco una vez todo el mundo con el sello de entrada en el pasaporte, un policía fronterizo me insta a sacarme el visado.
Pablo!- grita -una vez la exigua cola extinguida
Mientras, el hombre alto y espigado de pelo canoso abundante saltará sobresaltado y correrá llevándome a paso ligero a que me den el visado que se expide sobre la marcha previo pago 25 Euros.
Sin darme cuenta, con un gesto inconsciente me protejo el cuello pensando que quizá aprovechando el momento solitario me muerda en la yugular.
Que cabron! Pienso, es clavadito a Christopher Lee, actor mítico de la laureada novela de Bran Stocker, Drácula, una pena que no le sáquese foto alguna.
Estamos en suelo Turco y las maneras de los policías que suben a comprobar indicios de sospecha al autobús denotan una seriedad tanto en las formas como en el atuendo que no dan lugar a bromas. Midnight Express, mítica y escalofriante película alertara mis sentidos.
Han pasado 5 días desde que nos separamos a escasos kilómetros de la frontera con Macedonia.
Tito y Pablo a Oriente y yo hacia el sur a reposar mi tendinitis.
Istambul es una ciudad soñada desde hace ya tiempo. Viviendo en Londres en el 2000 tuve la ocasión de compartir unos meses convivencia con un hombre Turco entrañable, me contaba historias sobre el Bósforo y hablaba de corazón del negocio familiar generacional de ropa de cuero en el Gran Bazar, en pleno corazón de Istambul.
La música Turca tiene una gran fuerza por el sentimiento que derriba de ella. Esto lo pude comprobar cuando viviendo en Londres, con Quique, un amigo que convivió conmigo en esa época londinense, nos subíamos de tono con el alcohol en un pequeño local oscuro y poco ventilado que se ubicaba en el foso del frontal de una casa esquinada frente a Totenham Court Road. Me fascinaba no sólo la música sino sobre manera el ambiente de hermandad que se generaba entre ellos.
Siempre quise sentir Istambul en directo y voy de camino.